LA CONQUISTA DE SAGUNTO SEGÚN TITO LIVIO

 

Libro 21: De Sagunto al Trebia.

[21.1] Me considero en libertad de iniciar lo que es sólo una parte de mi historia con una observación preliminar, tal y como la mayoría de los escritores colocan al principio de sus obras, a saber, que la guerra que voy a describir es la más memorable de cualquiera de las que hayan sido libradas; me refiero a la guerra que los cartagineses, bajo la dirección de Aníbal, libraron contra Roma. Ningún estado y ninguna nación, tan ricas en recursos o en fuerza, se han enfrentado jamás con las armas; ninguna de ellas había alcanzado nunca tal estado de eficacia o estaba mejor preparada para soportar la tensión de una guerra larga; nada había en sus tácticas que les resultase extraño después de la Primera Guerra Púnica; y tan variables fueron las fortunas y tan dudoso Marte que aquellos que finalmente vencieron estuvieron al principio más que próximos a la ruina. Y aún con todo, grande como era su fuerza, el odio que sentían el uno por el otro fue todavía mayor. Los romanos estaban furiosamente indignados porque los vencidos se habían atrevido a tomar la ofensiva en contra de sus conquistadores; los cartagineses estaban amargados y resentidos por lo que consideraban un comportamiento tiránico y rapaz por parte de Roma. Se contaba que, después de dar término Amílcar a su guerra en África, estando ofreciendo sacrificios antes de trasladar su ejército a Hispania, el pequeño Aníbal, de nueve años de edad, trataba de ablandar a su padre para que lo llevase con él; este lo llevó ante el altar y se hizo jurar con su mano sobre la víctima que tan pronto como le fuera posible se declararía enemigo de Roma[aquí se nos presenta el ya viejo dilema entre emplear España, como derivado castellano moderno de la palabra latina, o Hispania. Para Amílcar, Aníbal y Roma, aquella península occidental era ispanya o Hispania, este nombre es lo bastante conocido y hasta usado en la actualidad como para que no resulte extraño a nadie, y será el empleado por nosotros en esta traducción.- N. del T.]. La pérdida de Sicilia y Cerdeña angustiaban el orgulloso espíritu de aquel hombre, porque creía que la cesión de Sicilia se había hecho a toda prisa, teniendo la desesperación en el ánimo, y que Cerdeña había sido hurtada por los romanos aprovechando los disturbios en África y, no contentos con su captura, le habían impuesto también una indemnización.

[21.2] Espoleado por estos errores, dejó bien claro con su dirección de la guerra africana, que siguió inmediatamente a la conclusión de la paz con Roma, y con el modo en que fortaleció y amplió el gobierno de Cartago durante los nueve años de guerra en Hispania, que él estaba pensando en una guerra aún mayor de la que ahora enfrentaba, y que si hubiese vivido más se habría producido bajo su mando la invasión cartaginesa de Italia que en realidad se produjo bajo Aníbal. La muerte de Amílcar, que se produjo muy oportunamente, y la tierna edad de Aníbal retrasaron la guerra. Asdrúbal, en el lapso que hubo entre padre e hijo, detentó el poder supremo durante ocho años. Se dice que se convirtió en el favorito de Amílcar por su belleza juvenil; posteriormente demostró otros talentos muy diferentes y se convirtió en su yerno. Al emparentar así, se colocó en una situación de poder mediante la influencia del partido bárquida, que tenía sin duda la preponderancia entre los soldados y el pueblo llano, aunque su ascenso se produjo totalmente en contra de los deseos de los nobles. Confiando más en la política que en las armas, hizo más para extender el imperio de Cartago mediante alianzas con los reyezuelos y ganándose nuevas tribus por la amistad con sus jefes, que empleando la fuerza de las armas o la guerra. Pero la paz no le dio la seguridad. Un bárbaro, a cuyo amo había condenado a muerte, le asesinó a plena luz del día, y cuando fue capturado por los testigos se le veía tan feliz como si hubiera escapado. Incluso cuando le torturaron, su satisfacción por el éxito de su intento sobrepasaba su dolor y su rostro tenía una expresión sonriente. Debido al tacto maravilloso que había mostrado en ganarse a las tribus e incorporarlas en sus dominios, los romanos habían renovado el tratado con Asdrúbal. Bajo sus términos, el río Ebro sería la frontera entre los dos imperios, y Sagunto, que ocupaba una posición intermedia entre ellos, sería una ciudad libre.

[21.3] No hubo duda alguna en cuanto a quién ocuparía su lugar. Las prerrogativa militar llevó al joven Aníbal al palacio y los soldados le proclamaron jefe supremo en medio del aplauso universal. El pueblo secundó su acción. Siendo poco más que un púber, Asdrúbal escribió una carta invitando a Aníbal a unírsele en Hispania, y el asunto fue, de hecho, discutido en el Senado. Los bárquidas querían que Aníbal se familiarizase con el servicio militar; Hanón, el líder del partido opositor, se oponía a esto. "La solicitud de Asdrúbal," dijo, "parece bastante razonable y, sin embargo, creo que no debemos concedérsela". Esta paradójica frase despertó la atención de todo el Senado. Continuó: "La misma belleza juvenil con que Asdrúbal rindió al padre de Aníbal, considera ahora con justicia que puede reclamar al hijo. Esto nos hará, sin embargo, entregar nuestros jóvenes a la lujuria de nuestros comandantes so pretexto del entrenamiento militar. ¿Tenemos miedo de que pase mucho tiempo antes de que el hijo de Amílcar se haga con el excesivo poder y muestras de realeza que asumió su padre, y que apenas tardemos en convertirnos en esclavos del déspota a cuyo yerno legó nuestros ejércitos como si fueran de su propiedad? Yo, por mi parte, considero que este joven debe quedarse en casa y aprender a vivir en obediencia de las leyes y los magistrados, en igualdad con sus conciudadanos; de lo contrario, este pequeño fuego podría un día u otro encender un enorme incendio".

[21.4] La propuesta de Hanón recibió el apoyo, aunque minoritario, de casi todos los mejores hombres del consejo; pero como suele pasar, la mayoría venció a los mejores. Tan pronto Aníbal desembarcó en Hispania, se convirtió en el favorito de todo el ejército. Los veteranos creyeron ver nuevamente a Amílcar tal y como era en su juventud; veían su misma expresión determinada, la misma mirada penetrante, todas sus mismas cualidades. Pronto se demostró, sin embargo, que no fue la memoria de su padre lo que más le ayudó a ganarse la adhesión del ejército. Nunca hubo carácter más capaz de tareas tan opuestas como mandar y obedecer; no era fácil distinguir quién le apreciaba más, si el general o el ejército: Siempre que se precisaba valor y resolución, Asdrúbal nunca encomendaba el mando a ningún otro; y no había jefe en quien más confiasen los soldados o bajo cuyo mando se mostrasen más osados. No temía exponerse al peligro y en su presencia se mostraba totalmente dueño de sí. Ningún esfuerzo le fatigaba, ni física ni mentalmente; era indiferente por igual al frío y al calor; comiendo y bebiendo se sometía a las necesidades de la naturaleza y no al apetito; sus horas de sueño no venían determinadas por el día o la noche, siempre que no estaba ocupado en sus deberes dormía y descansaba, pero ese descanso no lo tomaba en mullido colchón o en silencio; a menudo le veían los hombres reposando en el suelo entre los centinelas y vigías, envuelto en su capa militar. Sus ropas no eran en modo alguno mejores que las de sus camaradas; lo que le hacía resaltar eran sus armas y caballos. Fue, de lejos, el mejor tanto de la caballería como de la infantería, el primero en entrar en combate y el último en abandonar el campo de batalla. Pero a estos grandes méritos se oponían grandes vicios: una crueldad inhumana, una perfidia más que púnica, una absoluta falta de respeto por la verdad, ni reverencia, ni temor a los dioses, ni respeto a los juramentos ni sentido de la religión. Tal era su carácter, compuesto de virtudes y vicios. Durante tres años sirvió bajo las órdenes de Asdrúbal, y durante todo ese tiempo jamás perdió oportunidad de adquirir, mediante la práctica o la observación, la experiencia necesaria que requería quien iba a ser un gran conductor de hombres.

[21.5] Desde el día en que fue proclamado jefe supremo, pareció considerar Italia la provincia que se le había asignado y a la guerra con Roma como su obligación. Sintiendo que no debía retrasar las operaciones, no fuera que algún accidente le sorprendiera como pasó a su padre y después a Asdrúbal, decidió atacar a los saguntinos. Como un ataque contra ellos pondría en marcha inevitable las armas romanas, empezó por invadir a los olcades, una tribu que estaba dentro de las fronteras, pero no bajo el dominio, de Cartago. Quiso hacer creer que Sagunto no era su objetivo inmediato, sino que se vio obligado a una guerra con ella por la fuerza de las circunstancias: es decir, por la conquista de todos sus vecinos y la anexión de sus territorios. Cartala, una ciudad rica y capital de la tribu, fue tomada por asalto y saqueada -221 a.C.-; las ciudades más pequeñas, temiendo una suerte similar, capitularon y aceptaron pagar un tributo. Su victorioso ejército, enriquecido por el saqueo, marchó a sus cuarteles de invierno en Cartagena [puede que sobre la antigua ciudad de Mastia de los Tartesios tuviese lugar, el 227 o 226 a.C., la fundación púnica de la Qart Hadasht, o "ciudad nueva", que luego sería la Carthago Nova romana o la "nueva ciudad nueva".- N. del T.]. Aquí, mediante una pródiga distribución de los despojos y la paga puntual de sus salarios atrasados, se aseguró la lealtad de su propio pueblo y la de las fuerzas aliadas.

Al comienzo de la primavera, extendió sus operaciones a los vacceos, y dos de sus ciudades, Arbocala y Helmántica [¿Toro? y Salamanca actuales.- N. del T.], fueron tomadas al asalto -¿220 a.C.?-. Arbocala resistió bastante tiempo, debido al valor y cantidad de sus defensores; los fugitivos de Salamanca unieron sus fuerzas con aquellos de los olcades que habían abandonado su país (su tribu había sido subyugada el año anterior) y juntos levantaron en armas a los carpetanos. No muy lejos del Tajo, atacaron a Aníbal cuando regresaba de su expedición contra los vacceos, y su ejército, cargado como iba con el botín, fue puesto en cierta confusión. Aníbal declinó dar batalla y fijó su campamento a la orilla del río; tan pronto se hizo la quietud y el silencio entre el enemigo, vadeó la corriente. Sus trincheras habían dejado espacio suficiente para que el enemigo las cruzase, y decidió atacarle cuando cruzasen el río. Dio órdenes a su caballería para que esperase hasta que estuviesen todos en el agua y atacarles entonces; dispuso sus cuarenta elefantes en la orilla. Los carpetanos, junto con los contingentes de los olcades y vacceos sumaban cien mil hombres, una fuerza irresistible si hubiesen combatido en terreno llano. Su innata valentía, la confianza que les inspiraba su número, su creencia de que la retirada enemiga se debía al miedo, todo les hacía creer segura la victoria y al río como el único obstáculo a salvar. Sin que se diera voz alguna de mando, lanzaron un grito general y se introdujeron, cada hombre avanzando, en el río. Una gran fuerza de caballería descendió de la orilla opuesta y ambas fuerzas se encontraron en medio de la corriente. La lucha era cualquier cosa menos igualada. La infantería, sintiendo inseguros sus pies, aun cuando el río era vadeable, podría haber sido atropellada incluso por jinetes desarmados; mientras, la caballería, con sus cuerpos y armas libres y sus caballos estables incluso en medio de la corriente, podían combatir cuerpo a cuerpo o no, a su discreción. Gran parte fue arrastrada río abajo, algunos fueron llevados por las corrientes hasta el otro lado donde estaba el enemigo, y allí fueron pisoteados, hasta morir, por los elefantes. Los que estaban a retaguardia consideraron más seguro regresar a su propia orilla y empezaron a juntarse conforme sus miedos se lo permitían; pero antes de que tuviesen tiempo para recuperarse, Aníbal entró en el río con su infantería en orden de combate y los expulsó de la orilla. Dio continuación a su victoria asolando sus campos, y a los pocos días estuvo en condiciones de recibir la sumisión de los carpetanos. No quedó parte del país más allá del Ebro [claro está que desde el punto de vista romano para el cual, y tomando como dirección aquella que seguía la costa desde Roma hacia la península Ibérica, situaba el norte del Ebro "más acá del Ebro" y lo que hubiere al otro lado "más allá del Ebro".- N. del T.] que no perteneciera a los cartagineses, con excepción de Sagunto.

[21.6] La guerra no había sido formalmente declarada en contra de esta ciudad, pero ya había motivos para ella. Las semillas de la disputa estaban siendo sembradas entre sus vecinos, sobre todo entre los turdetanos. Dado que el objetivo de quien había sembrado la discordia no era, simplemente, arbitrar en el conflicto, sino instigar y provocar los disturbios, los saguntinos enviaron una delegación a Roma para pedir ayuda ante una guerra que se aproximaba inevitablemente. Los cónsules, en aquel momento, eran Publio Cornelio Escipión y Tiberio Sempronio Longo [hay aquí un error cronológico por parte de Tito Livio; estos cónsules lo fueron el 218 a.C., mientras que los hechos que narra sucedieron entre otoño del 220 a.C. y primeros de 218 a.C.- N. del T.]. Tras presentar a los embajadores, invitaron al Senado a que expusiera su opinión sobre qué política debía ser adoptada. Se decidió que se enviarían legados a Hispania para investigar las circunstancias y, si lo consideraban necesario, para advertir a Aníbal de que no interfiriese con los saguntinos, que eran aliados de Roma; luego deberían cruzar a África y exponer ante el consejo cartaginés las quejas que aquellos tenían. Pero antes de que partiese la legación, llegaron noticias de que el asedio de Sagunto había, en realidad y para sorpresa de todos, comenzado. Todas las circunstancias del asunto debían ser reexaminadas por el Senado; algunos estaban a favor de considerar campos de acción separados África e Hispania y pensaban que se debía proceder a la guerra por tierra y mar; otros creían que se debía limitar la guerra solamente a Aníbal en Hispania; otros más eran de la opinión de que una tarea tan enorme no debía ser afrontada con prisas y que debían esperar el regreso de la legación de Hispania. Esta última opinión parecía la más segura y fue la adoptada, enviándose a los delegados Publio Valerio Flaco y Quinto Bebio Tánfilo sin más dilación ante Aníbal. Si se negaba a abandonar las hostilidades, debían seguir hasta Cartago para pedir la entrega del general en compensación por su violación del tratado.

[21.7] Mientras pasaban estas cosas en Roma, el asedio de Sagunto se proseguía con el mayor vigor. Esa ciudad era, con mucho, la más rica de todas la de más allá del Ebro; estaba situada a una milla de la costa [1480 metros.- N. del T.]. Se dice que fue fundada por colonos de la isla de Zacinto, con algún añadido de rútulos de Ardea [Zacinto es una isla jónica y Ardea era colonia romana desde el 442 a.C., ver libro 4,11.- N. del T.]. En poco tiempo, sin embargo, alcanzó gran prosperidad, en parte por su tierra y por el comercio marítimo y en parte por el rápido aumento de su población, y también por mantener una gran integridad política que le llevaba a actuar con aquella lealtad para con sus aliados que le llevaría a su ruina. Tras efectuar sus correrías por todo el territorio, Aníbal atacó la ciudad desde tres puntos distintos. Había un ángulo de la muralla que miraba sobre un valle más abierto y nivelado que el resto del terreno que rodeaba la ciudad, y aquí decidió colocar sus manteletes para proteger la aproximación de los arietes contra los muros. Pero aunque el terreno, hasta una distancia considerable de la muralla, era lo bastante nivelado como para admitir el acarreo de los manteletes, se encontraron con que, una vez hecho esto, no obtuvieron ningún progreso. Una enorme torre dominaba el lugar, y la muralla, estando aquí más expuesta a un ataque, se había elevado aún más que el resto de fortificaciones. Como la situación tenía un especial peligro, pues la resistencia ofrecida por un grupo selecto de defensores era de lo más resuelta. Al principio se limitaban a contener al enemigo lanzando proyectiles y haciéndoles imposible seguir operando con seguridad. Conforme pasaba el tiempo, sin embargo, sus armas ya no destellaron sobre los muros o sobre la torre, sino que se aventuraron a efectuar una salida y atacar los puestos de avanzada y las obras de asedio enemigas. En el tumulto de estos choques los cartagineses perdieron casi tantos hombres como los saguntinos. El mismo Aníbal, acercándose a la muralla un tanto imprudentemente, cayó gravemente herido en la parte frontal del muslo por una jabalina, y tal fue la confusión y la consternación que esto produjo que los manteletes y obras de asedio casi fueron abandonados.

[21.8] Durante unos pocos días, hasta que sanó la herida del general, hubo más un bloqueo que un asedio ofensivo y durante este intervalo, aunque se dio un respiro en el combate, los trabajos de asedio y aproximación siguieron sin interrupción. Cuando la lucha se reanudó fue más feroz que nunca. A pesar de las dificultades del terreno, los manteletes se adelantaron y se colocaron los arietes contra las murallas. Los cartagineses tenían superioridad numérica (se cree con bastante certeza que pudieran haber sido ciento cincuenta mil hombres en armas), mientras que los defensores, obligados a vigilar y defenderse en todas partes, veían disipadas sus fuerzas y encontraban su número insuficiente para la tarea. Las murallas estaban siendo machacadas por los arietes, y en muchos lugares se había derrumbado. Una parte, en la que se había derrumbado un tramo bastante continuo de lienzo, dejó expuesta la ciudad; tres torres, en sucesión, y toda la muralla entre ellas, cayeron con tremendo estrépito. Los cartagineses, tras aquel derrumbe, consideraron la ciudad tomada, y ambos bandos se precipitaron por la brecha como si esta solo hubiese servido para protegerles a unos de otros. No se produjo ninguno de aquellos combates inconexos que acontecían cuando se asaltaba una ciudad y cada parte tenía oportunidad de atacar a la otra. Los dos cuerpos de combatientes se enfrentaron entre sí en el espacio entre la muralla en ruinas y las casas de la ciudad, en formación cerrada como si hubieran estado en campo abierto. De un lado estaba el coraje de la esperanza, del otro el valor de la desesperación. Los cartagineses creían que con un poco de esfuerzo por su parte, la ciudad sería suya; los saguntinos oponían sus cuerpos como un escudo para su patria, despojada ahora de sus murallas; ni un hombre cedió un palmo, por miedo a dejar entrar al enemigo por el hueco que él abría. Cuando más se encendía y se estrechaba el combate, mayor era el número de los heridos, pues ningún proyectil caía inocuo sobre las filas de la multitud. El proyectil empleado por los saguntinos era la falárica, una jabalina con un asta de abeto y redondeada hasta la punta donde sobresalía el hierro que, como en el pilo, tenía la punta de hierro de sección cuadrada. Esta parte estaba envuelta en estopa y untada con pez; la punta de hierro tenía tres pies de largo [88,8 centímetros.- N. del T.] y podía penetrar tanto la armadura como el cuerpo. Incluso si sólo quedaba atrapada en el escudo y no alcanzaba el cuerpo, era un arma de lo más formidable porque, cuando se lanzaba con la punta prendida en llamas, el fuego se avivaba con un calor feroz al atravesar el aire y obligaba al soldado a arrojar su escudo y quedar indefenso contra el ataque subsiguiente.

[21.9] El conflicto había transcurrido durante mucho tiempo sin ventaja para ningún bando; el valor de los saguntinos crecía conforme se veían mantener una inesperada resistencia, mientras los cartagineses, incapaces de vencer, empezaban a verse a sí mismo como derrotados. De repente, los defensores, lanzando su grito de guerra, expulsaron al enemigo más allá de la muralla en ruinas; allí, tropezando y en desorden, se vieron rechazados aún más atrás y, puestos finalmente en fuga, huyeron hasta su campamento. Entre tanto, se había anunciado que habían llegado embajadores desde Roma. Aníbal envió mensajeros al puerto para encontrarse con ellos e informarles de que no les resultaría seguro seguir más lejos, a través de tantas tribus salvajes en armas, y que Aníbal, en el crítico estado actual de cosas, no tenía tiempo de recibir embajadas. Era seguro que si no les recibía marcharían a Cartago. Por lo tanto, se adelantó enviando mensajeros con una carta dirigida a los dirigentes del partido bárquida, alertando a sus seguidores y en previsión de que el otro partido hiciera concesiones a Roma.

[21.10] El resultado fue que, aparte de ser recibida y escuchada por el Senado cartaginés, la embajada concluyó su misión con un fracaso. Solo Hanón, en contra de todo el Senado, se manifestó a favor de observar el tratado, y su discurso fue escuchado en silencio por respeto a su autoridad personal, no porque sus oyentes aprobasen sus sentimientos. Apeló a ellos en nombre de los dioses, que eran los testigos y árbitros de los tratados, para que no provocaran la guerra con Roma además de la que ya tenían con Sagunto. "Os insté," dijo, "y advertí para que no enviaseis al hijo de Amílcar al ejército. Ni los manes ni los descendientes de aquel hombre podían descansar; mientras viviera un descendiente de la sangre y nombre de los Barca, nuestros tratados con Roma nunca se respetarían. Habéis enviado al ejército, como echando combustible al fuego, a un joven consumido por la pasión del poder soberano y que reconoce que el único camino para alcanzarlo pasa por una vida rodeado de legiones en armas y removiendo constantemente nuevas guerras. Sois vosotros, por tanto, los que habéis alimentado este fuego que ahora os abrasa. Vuestros ejércitos están asediando Sagunto, al que los términos del tratado prohíben acercarse; antes que después, las legiones de Roma asediarán Cartago, conducidas por los mismos generales y bajo la misma guía divina con que vengaron vuestra ruptura de las cláusulas del tratado en la última guerra. ¿Sois ajenos al enemigo, a vosotros mismos, a la suerte de ambas naciones? Ese digno comandante vuestro rehusó recibir a los embajadores que venían de parte y en nombre de sus aliados; convirtió en nada el derecho de gentes. Esos hombres, rechazados de un lugar al que no se negaba el acceso ni a los embajadores del enemigo, han llegado ante nosotros; piden la satisfacción que prescribe el tratado; exigen la entrega del culpable para que el Estado pueda quedar limpio de toda mancha de culpa. Cuanto más tarden en tomar una decisión, en dar comienzo a la guerra, más determinados estarán y más persistirán, me temo, una vez empiece la guerra. Recordad las islas Égates y en Érice y todo lo que habéis pasado durante veinticuatro años [se refiere aquí Livio a la derrota naval del 241 a.C. en las Égates, junto a Sicilia, y la pérdida del monte Érice en la misma isla siciliana.-N. del T.]. Este muchacho no estaba al mando entonces, sino su padre Amílcar, un segundo Marte según sus amigos nos quieren hacer creer. Pero rompimos el tratado, entonces, igual que lo hemos hecho ahora; no apartamos en aquel momento nuestras manos de Tarento o, lo que es lo mismo, de Italia más de lo que las apartamos ahora de Sagunto; y así los dioses y los hombres unidos nos derrotarán y la cuestión en disputa, es decir, qué nación ha roto el tratado, se determinará mediante el resultado de la guerra que, como juez imparcial, pondrá la victoria del lado que tenga la razón. Es contra Cartago hacia donde conduce ahora Aníbal sus manteletes y torres, son las murallas de Cartago las que machaca con sus arietes. Las ruinas de Sagunto, ¡ojalá sea yo un falso profeta!, caerán sobre nuestras cabezas, y la guerra que se inició contra Sagunto habrá de proseguirse contra Roma".

"'¿Debemos entonces entregar a Aníbal?', dirá alguno. Soy consciente de que, por lo que a él se refiere, mi consejo tendrá poco peso debido a mis diferencias con su padre; pero en aquel momento me alegré al saber de la muerte de Amílcar, que si estuviera ahora vivo ya estaríamos en guerra con Roma, y ahora no siento nada más que odio y aborrecimiento por este joven, el loco incendiario que prenderá esta guerra. No sólo mantengo que se le debe entregar en expiación por la ruptura del tratado sino que, incluso aunque no se hubiera presentado demanda alguna para entregarle, considero que se le debe deportar al rincón más alejado de la Tierra, exiliado a algún lugar donde no nos alcance noticia alguna de él, ninguna mención de su nombre, y donde le resulte imposible perturbar el bienestar y la tranquilidad de nuestro Estado. Esto es, pues, lo que propongo: Que se envíe de inmediato una embajada a Roma para informar al Senado de nuestro cumplimiento de cuanto exigen, y una segunda a Aníbal ordenándole que retire su ejército de Sagunto y que se entregue luego a los romanos, de acuerdo con los términos del tratado; y propongo también que una tercera delegación sea enviada para compensar a los saguntinos".

[21.11] Cuando Hanón se sentó nadie consideró necesario dar ninguna respuesta, tan absolutamente estaba el Senado, a una, del lado de Aníbal. Acusaron a Hanón de hablar en un tono más hostilmente intransigente del que había empleado Valerio Flaco, el embajador romano. La respuesta que se decidió dar a las demandas romanas fue que la guerra había sido iniciada por los saguntinos, no por Aníbal, y que el pueblo romano cometería un acto de injusticia si tomaban parte por los saguntinos contra sus antiguos aliados, los cartagineses [debe recordarse que, más allá de la leyenda que relaciona a Dido, reina de Cartago, con Eneas, el 509 a.C. se había firmado un tratado entre ambas ciudades y otro en el 348 a.C.; ver Libro 7,27.- N. del T.]. Mientras que los romanos perdían el tiempo enviando embajadores, las cosas permanecían tranquilas alrededor de Sagunto. Los hombres de Aníbal estaban fatigados por los combates y las labores de asedio, y tras situar destacamentos de guardia junto a los manteletes y las demás máquinas militares, concedió a su ejército unos días de asueto. Empleó este intervalo en animar el valor de sus hombres incitándoles contra el enemigo y encendiéndoles con la perspectiva de recompensas. Después que él hubiera concedido, en presencia de sus tropas reunidas, que el botín de la ciudad se les daría a ellos, estaban en un estado tal de excitación que si hubiera dado en ese instante la señal parecería imposible que nadie les resistiese. En cuanto a los saguntinos, a pesar de que tuvieron un respiro del combate durante algunos días, sin hacer ni recibir ataques, se dedicaron a reforzar sus defensas continuamente, de día y de noche, de manera que completaron una nueva muralla en el lugar donde la caída de la antigua había dejado expuesta a la ciudad.

El asalto se reanudó con mayor vigor que nunca. Por todas partes resonaba un clamor de gritos confusos, de manera que resultaba difícil determinar dónde se debían prestar refuerzos más rápidamente o dónde eran más necesarios. Aníbal estuvo presente en persona para alentar a sus hombres, que llevaban una torre sobre rodillos que sobrepasaba todas las fortificaciones de la ciudad. Se habían colocado catapultas y ballestas en todos sus pisos y, tras acercarla a las murallas, las limpió de defensores. Aprovechando su oportunidad, Aníbal ordenó a unos quinientos soldados africanos que minaran la muralla con dolabras [ver libro 9,37.- N. del T.], una tarea fácil pues las piedras no estaban fijadas con cemento, sino con capas de barro entre las hileras, según el modo antiguo de construir. La mayor parte de ella, por lo tanto, caía conforme se cavaba, y a través de los huecos entraron los guerreros armados en la ciudad. Se apoderaron de cierto terreno elevado y, tras concentrar allí sus catapultas y ballestas, las encerraron con un muro para disponer de un castillo, de hecho, dentro de la ciudad, que la dominase como una ciudadela. Los saguntinos, por su parte, construyeron una muralla interior alrededor de la parte de la ciudad que aún no había sido capturada. Ambas partes siguieron fortificándose y combatiendo con la mayor energía, pero, al tener que defender la parte interior de la ciudad, los saguntinos reducían continuamente sus dimensiones. Además de esto, hubo una creciente escasez de todo conforme se prolongaba el asedio y disminuía la expectativa de ayuda externa; los romanos, su única esperanza, estaban demasiado lejos y todo lo que había a su alrededor estaba en manos enemigas. Durante unos días, los decaídos ánimos revivieron por la repentina partida de Aníbal en una expedición contra los oretanos y los carpetanos. La forma rigurosa en que se habían alistado las tropas de estas dos tribus produjo gran malestar y habían mantenido a los oficiales que supervisaban el alistamiento prácticamente como prisioneros. Se temía una revuelta general, pero la rapidez de los inesperados movimientos de Aníbal les tomó por sorpresa y abandonaron su actitud hostil.

[21.12] El ataque contra Sagunto no se debilitó; Maharbal, el hijo de Himilcón, a quien Aníbal había dejado al mando, prosiguió las operaciones con tal energía que la ausencia del general no fue sentida ni por amigos ni por enemigos. Luchó con éxito en varias acciones y con la ayuda de tres arietes derribó una porción considerable de muralla; al regreso de Aníbal le mostró el terreno cubierto por los derrumbes. El ejército fue llevado en seguida al asalto de la ciudadela; dio comienzo un desesperado combate, con grandes pérdidas por ambas partes, y se capturó una porción de la ciudadela. Se hicieron luego intentos por conseguir la paz, aunque con muy pocas esperanzas de éxito. Dos hombres se encargaron de la misión, Alcón, un saguntino, y Alorco, un hispano. Alcón, pensando que sus ruegos pudieran tener algún efecto, cruzó hacia donde estaba Aníbal por la noche, sin el conocimiento de los saguntinos. Cuando vio que no iba a conseguir nada con sus lágrimas y que las condiciones ofrecidas eran duras y severas, como las de un vencedor exasperado por la resistencia, abandonó el papel de suplicante y desertó al enemigo, alegando que cualquiera que presentase a los sitiados aquellos términos encontraría la muerte. Las condiciones consistían en que restituyesen sus propiedades a los turdetanos, que entregasen todo el oro y la plata y que los habitantes saliesen con una sola prenda de ropa y morasen donde los cartagineses les ordenaran. Como Alcón insistiera en que los saguntinos no aceptarían la paz en tales términos, Alorco, convencido, como dijo, de que cuando todo lo demás se ha perdido también se pierde el valor, se encargó de mediar por una paz bajo aquellas condiciones. Por entonces, él era uno de los soldados de Aníbal, pero fue reconocido como huésped y amigo por la ciudad de Sagunto. Comenzó su misión, entregó su arma ostensiblemente a la guardia, cruzó las líneas y fue llevado, tras solicitarlo, ante el pretor de Sagunto. Una multitud, procedente de todas las clases sociales, se reunió prontamente y tras haberse despejado el paso, Alorco fue llevado en audiencia ante el Senado. Se les dirigió en los siguientes términos:

[21.13] "Si vuestro conciudadano, Alcón, hubiera mostrado la misma valentía para traeros de vuelta las condiciones por las que Aníbal os concede la paz que la que demostró al ir junto a él a pedirla, este viaje mio habría sido innecesario. No vengo ante vosotros ni como defensor de Aníbal ni como desertor. Pero ya que él se ha quedado con el enemigo, sea por vuestra culpa o por la suya, por la suya si su miedo era fingido o por la vuestra si quienes os dicen la verdad arriesgan la vida, he venido hasta vosotros por los viejos lazos de hospitalidad que existe hacen tanto entre nosotros, para no dejaros en la ignorancia del hecho de que existen ciertas condiciones mediante las que podéis aseguraros la paz y conservar vuestras vidas. Ahora bien, que es por vuestro bien y no en nombre de cualquier otra persona lo que ahora diré se demuestra por el hecho de que, mientras tuvisteis la fuerza para sostener una resistencia con éxito y esperanzas de recibir ayuda de Roma, nunca dije una sola palabra sobre acordar la paz. Pero ahora que ya no esperáis nada de Roma, ahora que ni vuestras armas ni vuestras murallas bastan para protegeros, os traigo una paz más forzada por vuestra necesidad que recomendable por la justeza de sus condiciones. Así las esperanzas de paz, por débiles que sean, dependen de que aceptéis como hombres conquistados los términos que Aníbal, como conquistador, impone, y que no consideréis lo que os toma como un daño, pues todo queda a la merced del vencedor, sino que veáis cuanto os deja como un regalo suyo. La ciudad, cuya mayor parte yace en ruinas, y cuya mayor parte él ha capturado, os la quita; vuestros campos y tierras os los deja; y él os asignará un lugar donde podréis construir una nueva ciudad. Ordena que todo el oro y la plata, tanto el perteneciente al Estado como el de los individuos privados, se le entregue; a vuestras familias y a vuestras esposas e hijos les garantiza la inviolabilidad a condición de que consintáis en abandonar Sagunto con solo dos piezas de ropa [nótese la suavización de las condiciones de Aníbal desde el párrafo anterior, en que solo se les permite conservar un vestido por persona.- N. del T.] y sin armas. Estas son las demandas de vuestro enemigo victorioso; pesadas y amargas como resultan, vuestra miserable situación os urge a aceptarlas. No carezco de esperanzas de que, cuando todo haya pasado a su poder, él relaje algunas de estas condiciones, pero considero que aún así debéis someteros a ellas en vez de permitir que seáis masacrados y que vuestras esposas e hijos sean capturados y arrebatados ante vuestros ojos".

[21.14] Una gran multitud se había ido reuniendo poco a poco para escuchar al orador, y la Asamblea Popular se había mezclado con el Senado; los principales ciudadanos, sin advertencia previa, se retiraron sin dar ninguna contestación. Recogieron todo el oro y la plata, tanto de procedencia pública como privada, lo llevaron al Foro donde habían dispuesto apresuradamente un fuego, arrojándolo todo a las llamas y saltando luego la mayoría de ellos en ellas. El terror y la confusión que esto produjo en toda la ciudad se vieron acentuados por el ruido de un tumulto que venía en dirección de la ciudadela. Una torre, tras mucho maltrato, había caído, y por la brecha abierta por este derrumbe avanzó al ataque una cohorte cartaginesa que indicó a su comandante que los puestos de avanzada y las guardias habían desaparecido y que la ciudad estaba sin protección. Aníbal pensó que debía aprovechar la oportunidad y actuar con prontitud. Atacando con toda su fuerza, se apoderó de la ciudad en un momento. Se habían dado órdenes de matar a todos los jóvenes; una orden cruel, pero inevitable en aquellas circunstancias, como luego se vio; pues ¿a quién habría sido posible perdonar de los que se encerraron con sus esposas e hijos y quemaron sus casas sobre ellos, o que si luchaban lo harían hasta la muerte?

[21.15] Se encontró una enorme cantidad de botín en la ciudad capturada. Aunque la mayor parte de este había sido deliberadamente destruido por sus propietarios y los enfurecidos soldados apenas hicieron distinción de edad en la masacre general, y tras entregarles todos los prisioneros, aún así es seguro que se consiguió alguna cantidad por la venta de los bienes que se capturaron, siendo enviados los muebles y vestidos más valiosos a Cartago. Algunos autores afirman que Sagunto fue tomada al octavo mes de asedio y que Aníbal llevó a su fuerza desde allí hasta Cartagena para invernar, ocurriendo su llegada a Italia cinco meses después. De ser así, resulta imposible que hubieran sido Publio Cornelio y Tiberio Sempronio los cónsules ante quienes fueron enviados los embajadores saguntinos al principio del asedio y que, después, estando aún en el cargo, combatieron contra Aníbal, uno de ellos en el Tesino [Ticino en el original latino.- N. del T.]y los dos, un poco después, en el Trebia. O sucedieron todos estos sucesos en un periodo más corto o no dio comienzo el asedio al empezar su año en el cargo -218 a.C.-, sino que fue entonces cuando se tomó la ciudad.  Porque la batalla del Trebia no pudo haber tenido lugar tan tarde como en el año en que Cneo Servilio y Cayo Flaminio detentaron el cargo -217 a.C.-, pues Cayo Flaminio tomó posesión de su consulado en Rímini [Ariminum en el original latino.- N. del T.] y su elección se celebró bajo el cónsul Tiberio Sempronio, que llegó a Roma tras la batalla del Trebia para celebrar las elecciones consulares y, tras hacerlo, volvió junto a su ejército en los cuarteles de invierno.

[21.16] Los embajadores que habían sido enviados a Cartago, a su regreso a Roma, informaron del espíritu hostil que se respiraba. Casi el mismo día en que regresaron llegó la noticia de la caída de Sagunto, y fue tal la angustia del Senado por el cruel destino de sus aliados, tal fue su sentimiento de vergüenza por no haberles enviado ayuda, su ira contra los cartagineses y su inquietud por la seguridad del Estado, pues les parecía como si el enemigo estuviese ya a sus puertas, que no se sentían con ánimos para deliberar, agitados como estaban por tan contradictorias emociones. Había motivos suficientes para la alarma. Nunca se habían enfrentado a un enemigo más activo ni más combativo, y nunca había estado la república romana más falta de energía ni menos preparada para la guerra. Las operaciones contra los sardos, corsos e istrios, además de aquellas contra los ilirios, habían sido más una molestia que un entrenamiento para los soldados de Roma; contra los galos se mantuvo una lucha inconexa más que una guerra en regla. Pero los cartagineses, un enemigo veterano que durante veintitrés años había prestado un duro y áspero servicio entre las tribus hispanas, y que siempre había salido victorioso, acostumbrados a un general vigoroso, estaban ahora cruzando el Ebro, recién saqueada una muy rica ciudad, y traían con ellos a todas aquellas tribus hispanas, ansiosas de pelea. Estas levantarían a las distintas tribus galas, que siempre estaban dispuestas a tomar las armas; los romanos tendrían que luchar contra todo el mundo y combatir ante las murallas de Roma.

[21.17] Ya se habían decidido los escenarios de las campañas; a los cónsules se les ordenó echarlos a suertes. Hispania correspondió a Cornelio y África a Sempronio. Se resolvió que se debían alistar seis legiones durante ese año; los aliados deberían aportar tantos contingentes como considerasen necesarios los cónsules y se fletaría una armada tan grande como se pudiera; se llamó a veinticuatro mil romanos de infantería y mil ochocientos de caballería; los aliados aportaron cuarenta mil de infantería y cuatro mil cuatrocientos de caballería; también se alistó una flota de doscientos veinte quinquerremes de guerra y veinte buques ligeros. La cuestión se presentó formalmente ante la Asamblea: ¿Era su deseo y voluntad que se declarase la guerra contra el pueblo de Cartago? Cuando esto se decidió, se realizó una rogativa especial; la procesión marchó por las calles de la Ciudad ofreciendo oraciones en los distintos templos para que los dioses concedieran una próspero y feliz término a la guerra que el pueblo de Roma acababa de ordenar. Las fuerzas se dividieron entre los cónsules de la siguiente manera: se asignaron a Sempronio dos legiones, cada una compuesta por cuatro mil soldados de infantería y trescientos de caballería, así mismo se le asignaron dieciséis mil de infantería y mil ochocientos de caballería de los contingentes aliados. De las naves grandes se le destinaron ciento sesenta y doce de las ligeras. Con esta fuerza combinada, terrestre y naval, se le envió a Sicilia con órdenes de cruzar a África si el otro cónsul tenía éxito impidiendo que los cartagineses invadieran Italia. A Cornelio, por el contrario, se le proporcionó una fuerza más pequeña, pues Lucio Manlio, el pretor, había sido también enviado a la Galia con un grupo de tropas bastante fuerte. La flota de Cornelio era más débil pues tenía sólo 60 buques de guerra, porque nunca se pensó que el enemigo viniera por mar o emplease su armada con fines ofensivos. Su fuerza terrestre estaba compuesta por dos legiones romanas, con su complemento de caballería, así como catorce mil infantes y mil seiscientos jinetes aliados. La provincia de la Galia era ocupada por dos legiones romanas y diez mil infantes aliados junto a seiscientos jinetes romanos y mil aliados. Estas eran las fuerzas desplegadas para la Guerra Púnica.

[21.18] Cuando se terminaron estos preparativos y para que antes de comenzar la guerra se hiciera todo ajustado a derecho, se envió una embajada a Cartago. Los escogidos eran hombres de edad y experiencia: Quinto Fabio, Marco Livio, Lucio Emilio, Cayo Licinio y Quinto Bebio. Se les encargó que preguntasen si Aníbal había atacado Sagunto con la sanción del Consejo público; y si, como parecía lo más probable, los cartagineses admitían que así era y procedían a defender su acto, los embajadores romanos debían declarar formalmente la guerra a Cartago. Tan pronto como arribaron a Cartago se presentaron ante el Senado. Quinto Fabio debía, de acuerdo con sus instrucciones, exponer simplemente la cuestión de la responsabilidad del gobierno, cuando uno de los miembros presentes dijo: "Ya se adelantó bastante vuestra anterior embajada al exigir la entrega de Aníbal sobre la base de que estaba atacando Sagunto bajo su propia autoridad; pero la vuestra ahora, más templada, resulta en realidad más dura. Porque en aquella ocasión fue Aníbal, cuyos actos denunciasteis y cuya entra exigisteis; ahora buscáis forzarnos a una declaración de culpabilidad e insistís en obtener una satisfacción inmediata, como hombres que admiten su error. No obstante, considero que la cuestión no es si el ataque a Sagunto fue un acto de política oficial o sólo el de un ciudadano particular, sino si estaba o no justificado por las circunstancias. Es cosa nuestra investigar y proceder contra un ciudadano cuando hace algo bajo su propia autoridad; para vosotros la única cuestión a discutir es si sus actos son compatibles con los términos del tratado. Ahora bien, ya que vosotros deseáis establecer una distinción entre lo que hacen nuestros generales con aprobación del Senado y lo que hacen por iniciativa propia, debéis recordar que el tratado con nosotros fue hecho por vuestro cónsul, Cayo Lutacio, y mientras que hacía disposiciones para salvar los intereses de los aliados de ambas naciones, no hacía ninguna respecto a los saguntinos, pues ellos no eran vuestros aliados por entonces. Pero, diréis, por el tratado concluido con Asdrúbal los saguntinos quedaban exentos de ser atacados. Os opondré a esto vuestros propios argumentos. Nos dijisteis que rehusabais veros obligados por el tratado que vuestro cónsul, Cayo Lutacio, concluyó con nosotros porque no fue aprobado ni de los Patres [o sea, el Senado.- N. del T.] ni por la Asamblea. Vuestro consejo público efectuó, en consecuencia, un nuevo tratado. Ahora bien, si ningún tratado tiene carácter vinculante para vosotros a menos que se hayan hecho con la autoridad de vuestro Senado o por orden de vuestra Asamblea, nosotros, por nuestra parte, no podemos obligarnos por un tratado pactado por Asdrúbal y que se hizo sin nuestro conocimiento. Dejad todas las alusiones a Sagunto y al Ebro, y hablad claramente sobre lo que habéis estado tanto tiempo incubando secretamente en vuestras mentes". Entonces el romano, recogiendo su toga, les dijo: "Aquí os traemos la guerra y la paz, tomad la que gustéis". Se encontró con un grito desafiante y se le contestó altaneramente que diera él lo que prefiriese; y cuando, dejando caer los pliegues de su toga, les dijo que les daba la guerra, ellos le replicaron que aceptaban la guerra y que la llevarían con el mismo ánimo que la aceptaban.

[21.19] Esta pregunta directa y la amenaza de la guerra parecía estar más en consonancia con la dignidad de Roma que discutir sobre tratados; ya lo parecía antes de la destrucción de Sagunto, y más aún después. Pues, si hubiera sido una cuestión a discutir, ¿qué base había para comparar el tratado de Asdrúbal con el anterior de Lutacio que se había modificado? En el de Lutacio se decía expresamente que sólo obligaría si el pueblo lo aprobaba, mientras que en el de Asdrúbal no existía tal cláusula de salvaguardia. Además, el tratado había sido observado en silencio durante sus muchos años de vida y quedó por ello tan ratificado que, aún tras la muerte de su autor, ninguno de sus artículos fue alterado. Pero incluso si basasen su posición sobre el tratado anterior, el de Lutacio, los saguntinos quedaban lo bastante protegidos al haberse exceptuado a los aliados de ambas partes de cualquier acto hostil; porque nada se decía sobre "los que fueran entonces sus aliados" o sobre excluir "a cualquiera con quien se formase después una alianza". Y puesto que se permitía a ambas partes formar nuevas alianzas, ¿quién creería que resultaría un acuerdo justo el que ninguno pudiera formalizar con otros una alianza con independencia de su mérito, o que cuando hubieran sido admitidos como aliados no se les pudiera proteger con lealtad, sobre el entendimiento de que los aliados de los cartagineses no debían ser inducidos a rebelión ni recibir a quienes hicieran defección por propia voluntad?

Los embajadores romanos, de acuerdo con sus instrucciones, marcharon a Hispania con el propósito de visitar a las diferentes ciudades y llevarlas a una alianza con Roma o, al menos, que abandonasen a los cartagineses. Los primeros ante quienes se presentaron fueron los bargusios [pueblo de la actual región catalana, ¿al norte de la provincia de Lérida? -N. del T.], que estaban cansados de la dominación púnica y les recibieron favorablemente; su éxito aquí excitó un deseo de cambio entre muchas de las tribus de allende el Ebro. Llegaron después junto a los volcianos [las últimas propuestas sitúan este pueblo al norte de los bargusios, sobre el valle del Cinca.- N. del T.], y la respuesta que les dieron fue ampliamente conocida en toda Hispania y determinó que el resto de tribus estuvieran en contra de una alianza con Roma. Esta contestación fue dada por el más anciano de su consejo nacional en los términos siguientes: "¿No os avergüenza, romanos, pedir que tengamos amistad con vosotros en vez de con los cartagineses, en vista de cuánto han sufrido por vuestra culpa vuestros aliados, a quienes traicionasteis con más crueldad que la que sufrieron de los cartagineses, sus enemigos? Os aconsejo que busquéis aliados donde no se haya oído nunca hablar de Sagunto; los pueblos de Hispania ven en las ruinas de Sagunto una triste y contundente advertencia en contra de confiar en ninguna alianza con Roma". Se les ordenó entonces perentoriamente que abandonasen el territorio de los volcianos, y desde aquel momento ningún consejo de Hispania les dio nunca una respuesta favorable. Después de esta misión infructuosa en Hispania, cruzaron a la Galia.

[21.20] Aquí se encontraron ante sus ojos con una visión extraña y espantosa; los hombres acudieron al consejo completamente armados, como era la costumbre del país. Cuando los romanos, tras ensalzar la fama y el valor del pueblo romano y la grandeza de su dominio, pidieron a los galos que no permitieran que los invasores cartagineses pasasen por sus campos y ciudades, les interrumpieron estallando en tales risas que los magistrados y miembros más ancianos del consejo apenas pudieron contener a los hombres más jóvenes. Pensaban que era una demanda estúpida e insolente pedir que los galos, para que la guerra no se extendiera a Italia, se volviesen contra ellos mismos y expusieran sus propias tierras al saqueo en vez de las de los otros. Después de restablecerse la calma, se respondió a los embajadores que ni los romanos les habían prestado ningún servicio ni los cartagineses les habían hecho ninguna ofensa, ni como para tomar las armas en favor de Roma ni en contra de los cartagineses. Por otra parte, habían oído que hombres de su raza estaban siendo expulsados de Italia, que se les hacía pagar tributo y se les sometía a muchas indignidades. Su experiencia se repitió en los demás consejos de la Galia, en ninguna parte escucharon una palabra amable o lo bastante pacífica hasta que llegaron a Marsella [la antigua Massilia- N. del T.]. Allí se les expuso cuidadosa y honestamente cuanto sus aliados habían averiguado: se les informó de que los intereses de los galos habían sido ya garantizados por Aníbal; pero ni siguiera él les habría hallado muy dispuestos, por su naturaleza salvaje e indomable, a menos que se hubiera ganado también a sus jefes con oro, algo que aquella nación siempre apetecía. Después de atravesar así Hispania y las tribus de la Galia, los embajadores regresaron a Roma no mucho después de que los cónsules hubiesen partido a sus respectivas provincias. Encontraron la Ciudad entera esperando la guerra, pues se escuchaban persistentes rumores de que los cartagineses habían cruzado el Ebro.

[21.21] Tras la captura de Sagunto, Aníbal se retiró a sus cuarteles de invierno en Cartagena. Allí le llegaron los informes de cuanto ocurría en Roma y Cartago y se enteró de que él era, además del general que iba a dirigir la guerra, el único responsable de su estallido. Como retrasarse más resultaría muy inconveniente, vendió y distribuyó el resto del botín, convocó a todos aquellos de sus soldados que eran de sangre hispana y se dirigió a ellos de la siguiente manera: "Creo que vosotros mismos, aliados, reconoceréis que, ahora que hemos reducido todos los pueblos de Hispania, no nos queda más que poner fin a nuestras campañas y licenciar nuestros ejércitos o llevar nuestras guerras a otras tierras. Si tratamos de ganar botín y gloria de otras naciones, estos pueblos disfrutarán no solo de las bendiciones de la paz, sino también de los frutos de la victoria. Dado que, por lo tanto, nos esperan campañas lejos de casa, y no se sabe cuando volvéis a ver vuestras casas y cuanto os es querido, os concedo licencia para que todo el que lo desee pueda visitar a su gente amada. Debéis volver a reuniros a principio de la primavera, para que podamos, con la benevolente ayuda de los dioses, dedicarnos a una guerra que nos proporcionará inmenso botín y nos cubrirá de gloria". Todos ellos agradecieron la oportunidad, ofrecida tan espontáneamente, de visitar sus hogares tras una ausencia tan larga y en previsión de una ausencia aún más duradera. El descanso invernal, tras sus últimos esfuerzos y antes de los aún mayores que habrían de hacer, restauró sus facultades mentales y físicas, fortaleciéndoles de cara a las nuevas pruebas.

En los primeros días de la primavera se reunieron conforme a las órdenes. Después de revistar la totalidad de los contingentes nativos, Aníbal fue a Cádiz [Gades en el original latino.- N. del T.], donde cumplió sus promesas a Hércules [el famoso santuario fenicio de Melqart-Herakles.- N. del T.], y se comprometió a sí mismo con nuevos votos a esa deidad en el caso de que su empresa tuviera éxito. Como África sería vulnerable a los ataques procedentes de Sicilia durante su larga marcha a través de Hispania y las dos Galias hasta Italia, decidió asegurar aquel país con una fuerte guarnición. Para ocupar su lugar requirió tropas de África, una fuerza consistente principalmente infantería ligera[iaculatorum levium en el original latino: literalmente, lanzadores de jabalinas ligeros.- N. del T.]. Habiendo transferido así africanos a Hispania e hispanos a África, esperaba que los soldados de cada procedencia prestaran así un mejor servicio, estado obligados por obligaciones recíprocas. La fuerza que despachó a África consistió en trece mil ochocientos cincuenta infantes hispanos con cetras [escudo de entre 50 y 70 centímetros, de cuero o madera forrada de cuero; el término castellano “cetra”traduce exactamente el “caetra” latino original.- N. del T.] y ochocientos setenta honderos baleáricos, junto a un cuerpo de mil doscientos jinetes procedentes de muchas tribus. Esta fuerza estaba destinada en parte a la defensa de Cartago y en parte a distribuirse por el territorio africano. Al mismo tiempo, se enviaron oficiales de reclutamiento por diversas ciudades; ordenó que unos cuatro mil jóvenes escogidos de los alistados fueran llevados a Cartago para reforzar su defensa y también como rehenes que garantizasen la lealtad de sus pueblos.

[21.22] Las mismas previsiones hubieron de hacerse en Hispania, tanto más cuanto que Aníbal era plenamente consciente de que los embajadores romanos habían ido por todo el país para ganarse a los jefes de las diversas tribus. Puso al mando a su enérgico y capaz hermano, Asdrúbal, y le asignó un ejército compuesto principalmente por tropas africanas: once mil ochocientos cincuenta de infantería africana, trescientos ligures y quinientos baleares. A estos infantes auxiliares añadió cuatrocientos cincuenta de caballería libio-púnica (raza mezcla de púnicos y africanos), unos mil ochocientos númidas y moros, habitantes de la orilla del océano y un pequeño grupo montado de trescientos ilergetes alistados en Hispania. Finalmente, para su sus fuerzas terrestres estuviera completa en todas sus partes, asignó veintiún elefantes. La protección de la costa precisaba una flota, y como era natural suponer que los romanos emplearían nuevamente este arma, con la que habían logrado antes victorias, destinó una flota de cincuenta y siete buques, incluyendo cincuenta quinquerremes, dos cuadrirremes y cinco trirremes, aunque únicamente estaban dispuestas y pertrechadas de remos treinta y dos quinqueremes y los cinco trirremes. Desde Gades volvió a los cuarteles de invierno de su ejército en Cartagena, y desde Cartagena comenzó su marcha hacia Italia. Pasando por la ciudad de Onusa [se desconoce su ubicación.- N. del T.], marchó a lo largo de la costa hasta el Ebro. Dice la leyenda que mientras estaba allí detenido, vio en sueños a un joven de apariencia divina que le dijo que le había enviado Júpiter para que actuase como guía a Aníbal en su marcha a Italia. Debía, por tanto, seguirle y no apartar los ojos de él. Al principio, lleno de asombro, lo siguió sin mirar a su alrededor ni hacia atrás, pero como la curiosidad instintiva le impulsaba a preguntarse qué era lo que le estaba prohibido mirar a sus espaldas, ya no pudo controlar sus ojos. Vio detrás de él una serpiente grande y maravillosa, que se movía derribando árboles y arbustos frente a ella, mientras a su paso levantaba una tempestad de truenos. Él le preguntó qué significaba aquel maravilloso portento y se le dijo que era la devastación de Italia; que tenía que seguir adelante sin hacer más preguntas y dejar que su destino permaneciera oculto.

[21.23] Complacido por esta visión, procedió a cruzar el Ebro con su ejército, en tres grupos, tras enviar hombres por adelantado para asegurarse con sobornos la buena voluntad de los habitantes galos en sus lugares de cruce y también para reconocer los pasos de los Alpes. Llevó noventa mil de infantería y doce mil de caballería a través del Ebro. Su siguiente paso fue someter a los ilergetes, los bargusios y a los ausetanos, así como el territorio de la Lacetania que se encuentra a los pies de los Pirineos. Puso a Hanón al mando de toda la línea de costa para asegurar el paso que conecta Hispania con la Galia, y le dio un ejército de diez mil infantes para mantener el terreno y mil de caballería. Cuando su ejército comenzó el paso de los Pirineos y los bárbaros vieron que era cierto el rumor de que les llevaban contra Roma, tres mis carpetanos desertaron. Se dio a entender que les indujo a desertar no tanto la perspectiva de la guerra como la duración de la marcha y la imposibilidad de cruzar los Alpes. Como hubiera sido peligroso exigirles volver o tratar de detenerlos por la fuerza, por si se levantaban los ánimos del resto del ejército, Aníbal envió de regreso a sus casas a más de siete mil hombres que, según había descubierto por sí mismo, estaban cansados de la campaña; al mismo tiempo hizo parecer que los carpetanos habían sido despedidos por él.